OIMAKU del verso de un poema de Tristan Corbière que siempre me ha perseguido por su tristeza: «los miosotis, esas flores de mazmorra…» Sin duda me fascinó no sólo por la forma de evocarme una melancolía suave sino por el inesperado lugar donde aparecía. El tebeo era Un poco de humo azul de Lapière y Pellejero, y los versos aparecían en una serie de cigarrillos viejos que la protagonista iba fumando a lo largo de la historia, despidiendo el humo añil que reza el título. Apasionado por ellos, acabé encontrando en la biblioteca la obra original, Les amours jaunes, todavía más fascinante. El título del poema, descubrí, era «Petit mort pour rire» y los «miosotis», resulta, son las plantas donde florecen las nomeolvides.
Archivo por meses: julio 2009
OIMAKU de los monotremas
OIMAKU de cuando de pequeño descubrí que existía un grupo de mamíferos cuya reproducción era ovípara y no vivípara: los monotremas. Aquello me fascinó tanto que le hablaba a todo el mundo de ellos. A todas horas. Cada instante. Siempre. No pasaba un momento sin que yo lo aprovechase para hablar de ellos. Así es cómo me convertí en un niño repelente.
OIMAKU del anillo deformado
OIMAKU de los anillos de oro que siempre me hacía llevar mi madre de pequeño, especialmente de uno que un día, al sacármelo, me di cuenta que estaba deformado. Mejor dicho, se había adaptado a mi dedo y dibujaba su contorno, de pentágono irregularísimo. Por miedo a que se enterara mi madre, intenté enderezarlo con la lógica de las botellas de plástico: si está hundida en una parte, aprietas la botella y la abolladura sale, recuperando la forma original. Intenté hacerlo con los dientes, presionando junto a los ángulos, unas once veces. Lloré muchísimo cuando tuve que explicarle aquel desastre a mi madre.
OIMAKU del libro de mi cumpleaños
OIMAKU de aquella novela que vi de pequeño en el expositor de la librería del barrio y que me enamoró. En la portada había dos personajes jugando al ajedrez. Debía de ser un cuadro del siglo XVI o XVII por la ropa que vestían. El suelo era de damero, como en las pinturas de Vermeer. Yo lo quería pero no tenía dinero. Esperé como un mes, tiempo exasperantemente largo para un niño, hasta el día de mi cumpleaños, cuando mis padres me dieron dinero para que pudiera ir a comprarlo. ¡Pero al entrar en la tienda ya no estaba! Se me cayó el mundo a los pies. Detrás, mis padres se reían con la novela en las manos. Me la habían comprado. Terrible amor cruel…
OIMAKU del invierno
OIMAKU de lo mucho que me quejaba del frío y la oscuridad en invierno y de cuánto deseaba que llegase lo antes posible el calor y la luz del verano. Llegado el estío, aquellos deseos se han vuelto del revés como la piel de un lagarto. El ser humano también muda con el tiempo.
OIMAKU de El Merlot
OIMAKU del restaurante El Merlot. Lo encontramos de pura casualidad un martes de junio en el que todos los demás locales habían cerrado por vacaciones para poder abrir en agosto y aprovechar el turismo. El Merlot surgió de la nada en una calle con nombre de personaje de novela, una casualidad demasiado grande como para pensar esquivarlo. Además, la historia que nos contó mi primo acerca del lugar lo convertía más en una leyenda que en una realidad: se decía que servían una coca de chocolate con anís que machacaba una anciana frente a ti a manotazos. Dentro, la realidad superó con creces la ficción. No es que sea un lugar como pocos, sino que es un lugar especial como él solo. No hay que ir, hay que encontrarlo.