Archivo por meses: septiembre 2009

OIMAKU de El paciente inglés

OIMAKU de El paciente inglés de Michael Ondaatje, cuyo apellido por alguna extraña razón me trae a la memoria una foto del lago Ontario. Fue la primera novela que no terminé de leer. La abandoné porque era un tostón insoportable, lento y aburrido. El libro se lo había regalado a mi madre para su cumpleaños. Venía en un pack con El hombre que susurraba a los caballos de Nicholas Evans, cuyo nombre no sé por qué siempre me ha parecido el de un escritor de sagas románticas. A mí madre, por suerte, le encantaron.

OIMAKU de los fast-food británicos

OIMAKU de los locales de comida rápida ingleses, donde confluían hamburguesas, kebabs y pizzas, todo en uno. Vendían también pan de ajo en forma de pizza, con queso, y le podías añadir champiñones. Era delicioso. Indefectiblemente, cuando te servían unas patatas fritas, preguntaban «Any salt and vinegar?» y la respuesta fija era «No, thank you«. La negativa siempre les dejaba un poco contrariados.

OIMAKU del proyecto de tecnología

OIMAKU del coche que hice con A., R. y F. en clase de tecnología. Habíamos serrado láminas de madera para hacer la carrocería, pintada con acrílico, y habíamos comprado un pequeño motor eléctrico para que las ruedas giraran. Era una especie de pick-up negro sin ventanas que corría como el demonio. Se hizo una carrera al final del curso y teníamos todas las de ganar. Sin embargo, en cuanto dejamos el coche en el suelo, la goma que conectaba el rotor con el eje se soltó y la camioneta se quedó quieta como una piedra en el fondo del mar.

OIMAKU de la sierra de marquetería

OIMAKU del año en el que, en el colegio, se empeñaron en que hiciéramos talleres. Había cuatro diferentes: marquetería, taracea, estaño y dibujo artístico. Mi preferido, sin duda fue el de estaño: ¡es precioso hacer relieves en las láminas de estaño, rellenarlas de cera y pegarlas en una madera para que parezcan cuadros! El peor, también sin duda, fue el de marquetería. Nos dieron una sierra de esas en las que la estructura de hierro dibuja un cuadrado, hay una parte vacía y ahí se coloca una sierrecita muy fina que se rompe con mirarla. Sin embargo, no fue eso lo que me pasó. Me agobiaba tanto la marquetería y tenía tan poca paciencia que, al segundo día, comencé a serrar a toda mecha (imbuida por una especie de espíritu maligno y frenético que me urgía a terminar de una puñetera vez las piezas de aquel feo puzzle) con lo cual me serré el dedo gordo haciéndome varias marcas en la uña y dándome un tajo en la carne de la base de la misma, que no paraba de sangrar. La cicatriz de guerra me dura hasta el día de hoy. Estoy orgullosa de esa cicatriz ahora, pero entonces lo único en lo que podía pensar era en que me iba a librar de marquetería.

OIMAKU de la persiana rota

OIMAKU de cuando se rompió la correa de la persiana de la habitación de alquiler donde vivía en Barcelona. Estuve mucho tiempo sin arreglarla, con la persiana bajada, a oscuras, por vago y porque, como siempre, creía que lo harían otros por mí. Temía encarar la reparación por patoso, por estropearla más y tener que pagar más a alguien que supiera hacerlo. Finalmente, descubriendo la tapa donde se enrollaba la persiana, saqué la correa, compré un par de remaches y, siendo mínimamente voluntarioso, solucioné el desaguisado. Sin heroísmos.