OIMAKU del póster de Sabrina colgado en la cabina del camión del mi padre. Llevaba una camisa tejana arremangada y abierta. Enseñaba las tetas.
Archivo por meses: septiembre 2009
OIMAKU del punto-pelota
OIMAKU de la noche que fui a cenar con D. y L. a un Sushi Bar del Born en Barcelona y L. concluyó una discusión de manera vehemente con la coletilla «y punto pelota». Me reí muchísimo.
OIMAKU de El paciente inglés
OIMAKU de El paciente inglés de Michael Ondaatje, cuyo apellido por alguna extraña razón me trae a la memoria una foto del lago Ontario. Fue la primera novela que no terminé de leer. La abandoné porque era un tostón insoportable, lento y aburrido. El libro se lo había regalado a mi madre para su cumpleaños. Venía en un pack con El hombre que susurraba a los caballos de Nicholas Evans, cuyo nombre no sé por qué siempre me ha parecido el de un escritor de sagas románticas. A mí madre, por suerte, le encantaron.
OIMAKU de Saraband de Ingmar Bergman
OIMAKU de la última película de Ingmar Bergman, Saraband. La pasaron en la filmoteca de Barcelona y fui a verla con T. y S. Es la única película con la que me he dormido en un cine. Me pareció más aburrida que la novela de El paciente inglés.
OIMAKU de los fast-food británicos
OIMAKU de los locales de comida rápida ingleses, donde confluían hamburguesas, kebabs y pizzas, todo en uno. Vendían también pan de ajo en forma de pizza, con queso, y le podías añadir champiñones. Era delicioso. Indefectiblemente, cuando te servían unas patatas fritas, preguntaban «Any salt and vinegar?» y la respuesta fija era «No, thank you«. La negativa siempre les dejaba un poco contrariados.
OIMAKU de la bruja del tren de la bruja
OIMAKU de un día en el tren de la bruja, de una feria o de una fiesta mayor, en que yo era pequeño y la bruja me pegaba con su escoba y yo estaba aterrorizado.
OIMAKU del proyecto de tecnología
OIMAKU del coche que hice con A., R. y F. en clase de tecnología. Habíamos serrado láminas de madera para hacer la carrocería, pintada con acrílico, y habíamos comprado un pequeño motor eléctrico para que las ruedas giraran. Era una especie de pick-up negro sin ventanas que corría como el demonio. Se hizo una carrera al final del curso y teníamos todas las de ganar. Sin embargo, en cuanto dejamos el coche en el suelo, la goma que conectaba el rotor con el eje se soltó y la camioneta se quedó quieta como una piedra en el fondo del mar.
OIMAKU de la sierra de marquetería
OIMAKU del año en el que, en el colegio, se empeñaron en que hiciéramos talleres. Había cuatro diferentes: marquetería, taracea, estaño y dibujo artístico. Mi preferido, sin duda fue el de estaño: ¡es precioso hacer relieves en las láminas de estaño, rellenarlas de cera y pegarlas en una madera para que parezcan cuadros! El peor, también sin duda, fue el de marquetería. Nos dieron una sierra de esas en las que la estructura de hierro dibuja un cuadrado, hay una parte vacía y ahí se coloca una sierrecita muy fina que se rompe con mirarla. Sin embargo, no fue eso lo que me pasó. Me agobiaba tanto la marquetería y tenía tan poca paciencia que, al segundo día, comencé a serrar a toda mecha (imbuida por una especie de espíritu maligno y frenético que me urgía a terminar de una puñetera vez las piezas de aquel feo puzzle) con lo cual me serré el dedo gordo haciéndome varias marcas en la uña y dándome un tajo en la carne de la base de la misma, que no paraba de sangrar. La cicatriz de guerra me dura hasta el día de hoy. Estoy orgullosa de esa cicatriz ahora, pero entonces lo único en lo que podía pensar era en que me iba a librar de marquetería.
OIMAKU del juego de la pelota de goma
OIMAKU de cuando me escondía con N. bajo la cama y hacía rebotar lo más fuerte que podía una pequeña pelota de goma contra el suelo. Alucinábamos y nos reíamos al ver cómo iba golpeando por todas partes, intentando adivinar dónde caería. A mi madre, el juego no le parecía ni la mitad de divertido.
OIMAKU de la persiana rota
OIMAKU de cuando se rompió la correa de la persiana de la habitación de alquiler donde vivía en Barcelona. Estuve mucho tiempo sin arreglarla, con la persiana bajada, a oscuras, por vago y porque, como siempre, creía que lo harían otros por mí. Temía encarar la reparación por patoso, por estropearla más y tener que pagar más a alguien que supiera hacerlo. Finalmente, descubriendo la tapa donde se enrollaba la persiana, saqué la correa, compré un par de remaches y, siendo mínimamente voluntarioso, solucioné el desaguisado. Sin heroísmos.