OIMAKU de la abuela de T., de visita como nosotros en el hospital, sentada en una silla, junto a la ventana desde donde se veía una puesta de sol espléndida, el cielo rojo como si el día lo exprimiera por completo, diciendo para sus adentros pero, en realidad, a todos los que estábamos en la sala: «Sabadell s’ha fet gran. Setmenat s’ha fet gran. Tot s’ha fet gran. No sé què passa!».
Archivo por meses: noviembre 2009
OIMAKU del Morris
OIMAKU del primer coche de mi padre, un Morris Mini Minor. Él se cabreaba horrores cuando no funcionaba y le daba patadas de rabia, pero la chapa era tan dura que mi padre se hacia daño en el pie y la carrocería ni se abollaba. Era pequeño y de color verde, y sólo tenía dos puertas. Nos recuerdo a mi madre y a mí, asomados a la ventana de la cocina, apenados como si asistiéramos a una marcha fúnebre, contemplando cómo la grúa se lo llevaba al desguace para siempre. Ninguno de sus sucesores aguanto con tal entereza las coces de mi padre.
OIMAKU del Telesketch
OIMAKU del Telesketch y de lo mucho que me gustaba y de lo muchísimo que me frustraba no ser capaz de dibujar nada que realmente me quedara bien y de la pena que me dio cuando el polvo de la pantalla dejó de pegarse bien y el espacio para dibujar se hizo menor y de cómo una de las ruedas de los controles dejó de funcionar y de cómo, finalmente, el juguete se rompió.
OIMAKU del pedo a favor del viento
OIMAKU del día en que, de madrugada, volvíamos de fiesta M., T. y yo. Soplaba un viento muy fuerte. Yo iba detrás de ambos cuando se me aflojó el vientre, a un par de metros. M. le dijo a T. «¡Qué peste!» y T. respondió «Deben de ser las alcantarillas». Yo, inconscientemente, me disculpé y me delaté. No se lo hubieran imaginado en la vida si no hubiera abierto la boca. M. no paraba de decir «Pero cómo puede ser, ¡si ibas detrás nuestro!».
OIMAKU de la epidural
OIMAKU de la vez que me pusieron la epidural. Veo todavía la aguja larguísima y fina que me clavó la anestesista. No tuve miedo pero me sentí indefenso. Apenas noté el pinchazo pero, justo al empezar a inyectarme el líquido, algo similar a una descarga eléctrica me bajó por el cuerpo hasta la punta del pie derecho, haciéndome sacudir involuntariamente la pierna. Desde entonces, mi espalda no quiere volver a entrar en un quirófano. Yo tampoco.
OIMAKU del Quina
OIMAKU del «Quina», el bar heavy por excelencia de nuestra industrializada ciudad; de cuando íbamos cuatro o cinco, y nos encontrábamos a otros tantos, y a algunos más que no conocíamos mucho, pero que de tanto tiempo arrancaban brindis y saludos; de los litros de kalimotxo y cerveza; de cuando íbamos los dos solos, y birra a birra nos reíamos, criticábamos y volvíamos a reír; de la canción que pedíamos una y otra vez, y de cómo nos peleábamos para ver quién iba a pedirla. Yo me resistía, porque a pesar de los años, me daba vergüenza pedirles nada a los del bar. Y él decía: «pero si a una chica le van a hacer más caso que a mí». Pero creo que, pidiera quien la pidiese, casi nunca dejaron de ponerla. Hace unos meses decidieron vender el bar, y hasta que esta mañana he vuelto a escuchar la canción, no me he dado cuenta de lo muchísimo que echo de menos aquel sitio.
OIMAKU de la hamaca
OIMAKU de la hamaca que había en el salón del piso de Horta. En verano, la colgabas de extremo a extremo y escuchabas música mirando a través de la ventana.
OIMAKU del conjunto verde
OIMAKU del conjunto de pantalón, camisa y chaleco verdes con que mi madre me vestía de pequeño. Hay que sumar el peinado con la perfecta raya al lado y los zapatos negros impolutos.
OIMAKU de udilchimi
OIMAKU de ««U? Udilchimi» «E! Erachigoboza»», el diálogo de besugos que tenían los dos monigotes vestidos de tenista pintados en la tapa del estuche de A. Sin saber de qué lengua se trataba, o si tan siquiera era una lengua, se convirtió en nuestro lema: absurdo pero repleto de fuerza.
OIMAKU de las colonias de mis padres
OIMAKU del intenso olor de la colonia Azur de Puig que se ponía mi madre y de la no menos fuerte Agua Brava de mi padre.