Archivo por meses: febrero 2011

OIMAKU del Príncipe de Zamunda

OIMAKU del Príncipe de Zamunda, aquel personaje interpretado por el decadente Eddie Murphy a quien cada vez le dan menos papeles. Un príncipe proveniente de un país inventado con montones de pasta se va a los EE.UU. a vivir como un pobretón y se enamora de una «chica sencilla». Pienso en esa peli y me vienen a la cabeza tres cosas: uno, el dueño de la hamburguesería asegurando que mientras el logo de su empresa tiene «arcos dorados», el de McDonald’s tiene «arcadas doradas»; dos, el mayordomo del Príncipe aprovechando para vivir a cuerpo de rey, metido en una bañera tomando una copa de licor; y, tres, Eddie Murphy sonriendo en cada maldito fotograma de la película, enseñando los dientes, sólo ocultándolos para las escenas serias del filme, es decir, las dramáticas, es decir, las de amor. El amor es muy serio.

OIMAKU de las ensaladas de mi padre

OIMAKU de las ensaladas que empezó a hacerse mi padre cuando decidió hacer dieta. En una ensaladera juntaba lechuga, escarola, tomate, zanahoria, maíz, manzana, cebolla, remolacha, picatostes, taquitos de queso, jamón o bacon, su buen chorro de aceite de oliva, vinagre de Módena, orégano y sal. Se las comía de una sentada. Al cabo de una semana se quejaba: «¡Pero cómo puede ser que engorde si sólo como ensalada!».

OIMAKU de la costa de Southampton

OIMAKU de la costa de Southampton. Llevábamos tiempo en esta ciudad, desde donde habían zarpado tantos barcos a lo largo de la historia, icónicos como el Titanic, cuando nos dimos cuenta que todavía no habíamos visto todavía el mar. Southampton se encuentra en una ría del Canal de La Mancha, con la isla de Wight casi como tapón, cuya principal actividad, aparte de la universitaria, es la portuaria. No esperábamos nada demasiado espectacular. Sin embargo, después de un intrincado camino entre naves portuarias situadas en calles casi sin nombre que acababan repentinamente, llegamos a un pequeño espacio de cemento con un par de bancos, una baranda y una papelera más desolador de los imaginado. Por encima de nuestras cabezas había un enorme puente de hormigón por el que circulaban los coches hacia la otra punta, donde ahora sé que se encontraba el barrio de Woolston. En aquel momento, no teníamos ni idea de en qué parte del mapa nos encontrábamos realmente. Había una pareja mayor, si no recuerdo mal. Soplaba el viento y el paisaje lo conformaba un conglomerado de casas feas y edificios industriales abandonados o en activo. Al fondo, se erguían los mástiles de embarcaciones atracadas. El agua marchaba gris y lenta. Olía a mar como puede heder el puerto de Barcelona. Había un trozo de tierra, casi un lodazal, que se hundía en el agua. Hicimos unas cuantas fotos para demostrar que, como mínimo, habíamos visto el mar desde Southampton.

OIMAKU del sueño cornudo

OIMAKU del sueño absurdo en el que mi novia me ponía los cuernos. En la pesadilla, ella se había ido a jugar al Uno, el juego de cartas, a los Juzgados; no sé a cuáles exactamente pues eran más una especie de entidad abstracta, un lugar relacionado con la Justicia pero muy lejano de nosotros. Al volver de su partida al Uno, T. me había confesado que se había acostado con alguien, dejándome en shock. Luego le había comenzado a preguntar por qué había hecho algo así, a lo que ella no me contestaba o me contestaba cosas totalmente incoherentes. Enfrentado a aquel galimatías, acababa acudiendo a mi tía C., que no sé por qué estaba allí, sentada frente a una mesa fumando. Casi pidiendo socorro, le preguntaba cómo podía estar sucediendo aquéllo, como podía ser que mi novia me hubiera engañado con otro en los Juzgados. Y mientras, mi novia no paraba de decirme que no era para tanto, que sólo había sido una vez, que no volvería a pasar; pero no lo decía como una disculpa sino, más bien, entendiendo que era algo absolutamente banal, sin importancia, y que no había razón para que me estuviera comportando de aquella manera. Yo miraba desconsolado a mi tía quien, finalmente, dejando de fumar, me contestaba bastante harta, casi cabreada por mi insistencia, que «En los Juzgados puede pasar cualquier cosa». Y yo me quedaba desarmado, sin poder rebatirle, porque sabía que eso era de una certeza ineludible.